19 de marzo de 2016

Los Recuerdos del Avatar

Imagen Propiedad de Weremoon

Para un Negari, las vidas de sus avatares desfilaban como los fotogramas de una película. Bien podía prestarles atención cuando quería o necesitaba, pero la mayor parte del tiempo pasaban sin pena ni gloria. La mente de un Negari rara vez se centra demasiado en esas vidas dispuestas para que él pueda atender los problemas del mundo. Son herramientas que una vez solucionado el problema pueden volver a su vida sin que el Negari interfiera más en ella. Sin embargo, para Insmaug hay una vida que siempre recuerda, un final que le sigue susurrando a través del tiempo. 

Para un mortal puede parecer extraño pensar que un "Dios" pueda sentir algo tan profundo por un único individuo, pero él lo sentía. Recordaba cada segundo en los últimos momentos de aquel viejo caballero, cuando olvido sus limitaciones autoimpuestas y le ofreció toda la ayuda y poder posible para su última odisea. ¿Cómo iba a negarse? Aun veía aquel último día. 



El humo subía en altas, delgadas y pútridas columnas de gris claro y sulfuroso olor que ardía en la boca y los ojos cuando se aspiraba. El suelo, apenas una costra cristalizada de cenizas donde un bello jardín de aromas infinitos y dulces había hecho las delicias de sus dueños tiempo atrás, estaba cubierto de escombros procedentes de su propio hogar.

Líneas de arrastre, huellas pesadas, torpes, de alguien que llevaba objetos voluminosos, relataban lo acontecido a un hombre enmallado y acorazado con laminas de acero. Un dragón rampante envuelto en llamas doradas brillaba como blasón en su pecho de metal. Una espada, que por poco rozaba el suelo, pendía de un cinto de cuero gastado y decorado con motivos silvestres.

Una barba cana y una larga melena blanca, que caía como un velo por encima de su frente, tapaba su rostro ensombrecido y su cabeza gacha, con los hombros caídos solo oscurecía más un rostro perturbado. Sin embargo esta aparente desgana era solo una imagen falsa, cada musculo tensado al extremo más absoluto. Su mandíbula temblaba ligeramente, marcándose en sus pómulos sus huesos. Miraba más allá del jardín carbonizado.

La casa, un pequeño bastión antiguo reconstruido para albergar un caserón modesto de dos plantas y un tejado en uve inclinado para las lluvias torrenciales, que había sido su hogar durante más de medio siglo estaba arrasada. Los muros de piedra que tanto tiempo y batallas habían resistido durante decenios, ahora yacían esparcidos por doquier como si de una construcción megalítica se tratara. Su interior aun ardía, las débiles llamas lograban morder los pocos objetos que no tenían a su alcance, los portones de las ventanas habían sido ennegrecidos por abajo pero resistían en sus marcos. A través del cristal resquebrajado por el intenso calor se podía apreciar que no quedaba nada sin remover, sin duda saqueada antes de ser consumida por el fuego.

La puerta de roble macizo, aun con un hacha clavada en su centro, había caído hacia dentro mostrando la, otrora hermosa biblioteca, convertida en una vejación. Las estanterías que el mismo había construido habían sido arrancadas de los muros y lanzadas sin contemplación al centro de la sala para luego usar los pocos libros de papel, la mayoría de su colección pertenecía a decadentes monasterios que usaban aun piel como método de conservar el conocimiento, como detonante para el futuro y devastador incendio.

La chimenea que nacía en la cara norte del caserón había sido derribada, sogas alrededor de la chimenea exterior delataban la forma, y no habían cesado hasta echarla abajo a pesar de que se adentraba en la estructura de piedra maciza, una gran grieta en la pared situaba la posición original de la estructura. Se extendía por el suelo cuan alta era, la cerca y el seto habían sido aplastados como hormigas y el propio suelo había saltado en protesta mostrando una porción de medio metro a cada lado donde el césped había desaparecido y todo era tierra removida con violencia por el golpe.

Las vigas que sostenían el techo de madera habían sucumbido a los voraces dientes ígneos de las llamas y debilitadas por estos, se habían hundido bajo su propio peso decrepito y ahora se veía un gran agujero en la buhardilla por donde surgían hilos de humo negro y denso que se fundían con las columnas grises del exterior.

Se atrevió a dar un paso inseguro, era alienante ver a un hombre de semejante porte, temeroso de dar un simple y mundano paso hacía su propio hogar. Como si luchara contra fuerzas invisibles imposibles de vencer ni aun contando con el más grande de los ejércitos.
Un paso que le marcaría, la perdida de su hogar, de sus libros, de su añorado jardín. Las cuadras, que tras la casa se alzaban en llamas gigantes trayendo un olor desagradablemente suculento, sus perros, caballos, cerdos, gallinas y otras bestias pastos de las llamas. Nada de eso le importaba. No significaba nada.

Todo para él era prescindible, pero su interior albergaba sombrías sospechas de lo que encontraría entre los rosales que el fuego no había osado tocar, como si fuera un terreno vedado a sus estragos. Rezaba que solo lo material hubiera sido desecho por manos humanas.
En el cinto, la espada engarzada con una estrella de cinco puntas de zafiro, titiló con un nuevo paso, le pesaba como nunca antes. La había alzado sobre su cabeza como si fuera aire apenas unos días atrás. Ahora apenas podía cargar con ella ni aun arrastrándola, como si fuera una pesada losa que le estuviera hundiendo en la tierra recalentada y humeante. Desenganchó el broche de bronce y la pesada arma envainada levantó una nube de hollín al golpear el suelo y un olor a cuerno quemado enturbio los sentidos del anciano.

La capa que portaba entre los hombros, escamosa, de cuero verde tan flexible como impenetrable, fue lo siguiente en caer, convertido en un ancla que le impedía moverse si seguía en sus hombros. Cada paso, que resultaba toda una hazaña para el guerrero, daba como resultado una nueva pieza de su armadura en el suelo y una proximidad mayor al indómito abismo que le engulliría para siempre en sus negras aguas de locura y desesperación.
La coraza fue lo último en ser removido, las planchas de acero templado del pecho cayeron como una guillotina sobre la alta hierba y luego se inclinó hacia delante aplastando los matorrales que ocultaban la terrible revelación que quería mantener lejos, pero era incapaz de huir y abandonarla sin saber la verdad. La verdad que le destruiría.

Primero fue el olor, familiar, dulce y suave. Un mazazo a sus recuerdos que le aplastó, sus manos tuvieron que agarrarse a sus rodillas, su espalda se inclinó hacia delante y su cabeza bajo para ver solo el suelo bajo sus pies. No podía alzarse, sabía que caería si trataba de hacerlo. Siguió usando sus rodillas como apoyó para mantenerse en pie. Negó con la cabeza, aplastando sus dientes unos contra otros con un chirrido molesto, doloroso y agudo, mostrándose con una expresión de salvaje agonía.

El perfume de jazmín y agua de azahar, un aroma que la acompañaba desde su más tierna infancia a través de décadas. Un olor que él siempre asociaría a las finas y delicadas muñecas que guardaban ese sutil perfume.

Y eso fue, precisamente, lo primero que vio, sus muñecas cubiertas de un tono violáceo oscuro, marcadas en carne viva los rastros de ataduras con gruesas y toscas cuerdas. Cerró los ojos sin querer ir más allá, deseando darse la vuelta, caminar sin parar hasta llegar a cualquier lugar donde olvidarlo todo.

Pero ella merecía que la viera una última vez, merecía que la despidiera.
La aterradora revelación de las ataduras no le había permitido ver otra cosa aun más destructiva para su maltrecha alma y su carcomida cordura. Sus manos, de dedos largos y regordetes, apresaban con etérea delicadeza una docena de flores, corazones sangrantes. Enrollándose alrededor de su palma, cayendo grácilmente, aquellas extrañas flores que tenían la forma de un corazón de color rojo intenso, eran las favoritas de ella.

No pudo evitar ver las caras burlonas de todo el puerto de Londres, cuando tras un largo viaje a tierras extranjeras, exóticas y desconocidas, desembarcó del vergantín, un poderoso navío de persecución construido solo para su uso exclusivo, con tres macetas de aquella extraña flor. Al instante ese recuerdo se torno más tortuoso cuando la cara de felicidad de ella al ver el obsequio se yuxtaponía a las burlas y lentamente lo eclipsaba todo. No tardó en inundar toda su consciencia.

Sus puños desnudos se hundieron en la tierra cuando sus piernas se negaron a seguir manteniendole. No eran capaces de sostenerle. Sus rodillas se estrellaron contra el suelo con violencia y un chasquido de dolor latigueo su columna. Apenas era un mero espejismo de lo que habría sentido otro día si hubiera caído de esa forma.

Su mente estaba demasiado ocupada con menesteres más oscuros y crueles, flashes de su vida, la veía sonreír, hablando, nadando en el lago cercano a la sombra del gran castillo.
Ese cruel recordatorio de su felicidad pasada, se fundía a la terrible imagen que sus ojos temían registrar en su conjunto, pero debía hacerlo... por ella.

Su piel, siempre blanca, casi transparente, tenía un inquietante y repulsivo todo azulado. Sus venas se vislumbraban como las raíces de un árbol cuando la lluvia ha arrastrado la tierra que las mantenía ocultas. Ramificaciones a lo largo de todo su brazo de tonos purpúreos que resaltaban el azulado mortuorio de la piel. Al llegar al hombro no pudo seguir y sus ojos se movieron rápidamente hacia abajo, a los pies, descalzos, cubiertos de cortes, hierba, cortezas de los árboles cercanos y fango verde.

Sus rodillas huesudas y marcadas estaban despellejadas hasta prácticamente el hueso, no quiso pensarlo, se clavó las uñas en la palma de la mano, notó brotar un liquido denso y cálido que se extendía por entre sus dedos, trataba que el lacerante y repentino dolor le nublase el juicio lo suficiente, pero era tarde.

Vio perfectamente las marcas desgarradoras de más de un par de manos aprisionando ambos muslos, allí la piel había adquirido un color purpura intenso casi negro y se veía perfectamente el dibujo de varias palmas, cubiertas por guanteletes, se veían los pequeños cortes que las junturas de la cota de malla le habían provocado.

Su vestido de un tono amarillo floral era una burla de como era cuando se lo compró, un insulto macabro y cruel. La tela de terciopelo estaba manchada de sangre y barro en la zona de la cintura, había sido cortado y desgarrado de tal forma que revelaban demasiado para ser accidentes fortuitos, frutos de un intento de huida fútil.
"No" susurró sin querer creerlo.

Sus dedos temblaron, tratando de acercarse a su cuerpo. Un intento de tocarla con la ingenua idea de que desaparecería. Una forma de despertar de esa pesadillesca ensoñación y volver a encontrarse frente a frente con la muerte en el campo de batalla que había abandonado hacía semanas. Deseaba que todo aquello no fuera más que su agónica mente sucumbiendo a la muerte por obra de una flecha o una espada y que le ofrecía un limbo de dolor antes de que su existencia se extinguiera con un último estertor.

La vida nunca era tan fácil.

No llegó a atreverse, su palma se poso en la hierba, a escasos centímetros de su delicada y frágil figura. Quería sentir el calor que manaba de su cuerpo pero sabía que no había más calor, se había esfumado como quien sopla una vela.

Un último vistazo y vio su cara, su angelical rostro de rasgos redondeados y expresión avergonzada y sorprendida perpetuas.

Era pura inocencia, parecía dormir en paz, con los ojos cerrados y la expresión sobria con un atisbo de sonrisa.

Pero en el fondo sabía que no era así, desde niña había tenido las comisuras de los labios más alta de lo normal, dándole una sonrisa tímida y coqueta de por vida e incluso traspasando dicho límite mortal.

Ella no dormía. Descansaba pero de un sueño del que jamás podría llegar a despertar. No volvería a verla abrir sus preciosos y grandes ojos castaños, ni su pelo rojo mecerse con el viento o al correr por los campos durante un atardecer otoñal. No volvería a oír su voz, ni sentir sus labios contra los suyos. Todo había desaparecido como lágrimas en la lluvia.

La luz más brillante de su vida, de muchas vidas, se había extinguido prematura, precipitada e impía y brutalmente. Nunca recibiría justicia. Su culpable no sería apresado y juzgado. Su memoria no sería mantenida como recordatorio de la horrible y oscura brutalidad humana.
Los causantes de que el mundo fuera un poco más gris ese día seguirían viviendo, reviviendo sus viles actos entre cervezas de cebada y humo de chimenea pues eran intocables. No necesitaba investigar nada. No necesitaba hacer preguntas. Sabía quienes eran los culpables. Y sabía lo inalcanzables que eran para un acabado capitán.

El hijo del rey viviría, sucedería a su padre en el trono y jamás sería relacionado con aquel acto de salvajismo, fruto de un acto egoísta de un hombre que no sabía lo que era una negativa. Una débil lágrima surco sus marcadas mejillas deslizándose por la barba y desapareciendo en ella. Aun recordaba como le habían ordenado a marchar sobre un viejo carcamal que se oponía a unos estúpidos impuestos hacia tres meses.

Cuando veía desaparecer su casa en el horizonte tenía claro que no hacía lo correcto, pero su deber y honor pesaron demasiado. Era demasiado viejo para cambiar ciertas cosas, no podía negarse a una orden real, pero en el fondo sabía que no debía marcharse y ahora tenía claro porque su instinto le advertía con tanto ahínco.

Las miradas lujuriosas del príncipe durante el banquete real de octubre, como se había abalanzado sobre ella a la primera oportunidad haciendo uso de su posición. Un ave rapaz que poco o nada le importaban las costumbres o el terreno vedado, o la propia opinión ajena. Tendría que haber supuesto que el rechazó no entraba dentro de los planes del príncipe. Y las dotes diplomáticas con las que se había librado de él no habían hecho sino aumentar su deseo.
Y ahora había conseguido lo que quería y había destruido todo por no haberlo obtenido a la primera. Un ser egoísta, despótico, una serpiente lujuriosa que obtenía todo sin que nadie le chistara.

Su destrozado corazón apenas podía soportar la idea de no volver a ver el brillo en los ojos de su hermosa esposa, pero sentir la revelación de que sus culpables no obtendrían justo castigo, era algo demasiado para él. Se dobló, por fin pudo acercarse, la abrazó por última vez aplastandola contra su pecho desnudo. Su mano agarraba con fuerza su melena pelirroja.
Y como si de un dique aplastado y devastado por una tormenta se tratara su interior comenzó a arder. Notó su sangre convertida en fuego liquido. Su pecho abrasaba con la intensidad del Sol. Su piel le ardía y su vello se erizaba. Su rostro empezó a contraerse de forma irregular, con espasmos de un salvajismo aterrador. Sus ojos se turbaron y algo murió tras ellos, la luz que brillaba en ellos aun presa del más absoluto de los horrores, desapareció.

Depositó delicadamente el cuerpo en el suelo. Colocó sus manos cubiertas de corazones sangrantes en su pecho. Estiró su vestido para taparla lo máximo posible y se levantó. Sus ojos la observaron largo rato, queriendo llorar pero siéndole imposible hacerlo, algo había perecido, era incapaz de llorarla. Se adentró en el jardín y entró en la casa aun incandescente por las brasas. Su desnudez no pareció afectarle a la hora de andar por encima del fuego. Levantó los escombros de la cocina y salió de nuevo con una pala.

No la volvió a mirar. Se puso a su lado y comenzó a cavar de forma paralela al cuerpo. La mantenía en la periferia de su visión siempre donde pudiera observarla de forma indirecta para seguir cavando de forma sistemática, apenas estaba pensando, sus músculos se movían solos guiados por una manos invisible. Estaba tan concentrado que parecía que lo ocurrido minutos atrás estaba tan lejano como las Batallas del Gran Muro.

Cavó sin parar, los fuegos se extinguieron, el Sol se abatió en el horizonte y la Luna brillaba con fuerza en su plenitud. Cuando la luz lunar comenzó a empobrecerse fruto del inminente amanecer cesó. Salió con dificultades del profundo pozo que ya le llegaba a los hombros.
Demostrando delicadeza y ternura tomó en brazos a su amada esposa y la bajo con cuidado al pozo. Se alejó un poco, recortó unos cuantos ramilletes de lirios y los colocó con precisión en el pecho sobre los corazones sangrantes.

"Lo siento. Liz. Todo es culpa mía. Siempre serás la luz de mi vida, por eso ahora vagare en la oscuridad hasta que vuelva a verte."

De la misma forma que había cavado el pozo comenzó a rellenarlo, esta vez de forma mucho más tranquila, sin poder evitar preocuparse por ella. La luz del alba despunto en el este cuando la última piedra de un improvisado sepulcro estuvo colocada. Mucho tiempo le separaba de la última vez que realizó un hechizo pero aun con su promesa de no tocar una varita vigente no dudo en arrancar una rama de un saúco cercano y apuntar al sepulcro de piedras negras. Un viento huracanado surgió de la punta de la varita improvisada y una nube invisible de calor ascendió hacia el cielo. Las piedras comenzaron a brillar y más y más hasta que tiró la rama a un lado.

Ahora las piedras se habían convertido en cristal, las luces del solo incidían sobre él y como si fuera un faro emitía la luz en todas direcciones, cada haz con un color totalmente distinto y único. Ella se merecía lo mejor. Lentamente en la parte superior de la lapida aparecieron letras doradas.

"LIZ"

Se alejó de allí aun sintiendo la abrasadora sensación de estar quemándose por dentro. El uso de la magia la había avivado pero ahora no le preocupaba, iba a fomentar aquel dolor. Iba a quebrantar su promesa y lo iba a hacer no por justicia, la justicia no existía en aquel miserable reino. Iba a conseguir venganza. La justicia traería de vuelta a Liz a cambio de su asesino y sus asquerosos cómplices. Eso no iba a suceder. La venganza iba a enviar al infierno primigenio de lava y servidumbre eterna  a esa escoria.

Algo subió por su cuello, seguía desnudo pero su piel se erizó y una luz pulsante relampagueo por toda su piel. Una nueva armadura blanca, tan blanca que dolía mirarla a la luz del día, resplandeció como si estuviera fabricada con el fuego solar.

Estaba a cuatrocientas leguas del castillo, tardaría semanas, no le importaba pero la sola imagen de la sala real hicieron que su cuerpo se volatilizara en el aire y volviera a tornarse físico a los pies de la escalinata que daba acceso al interior del castillo. Varios guardias, portando estandartes acabados en puntas afiladas y hojas curvas le cerraron el paso a la carrera. Sus miradas incrédulas pasaban del intruso a su compañeros. Alguno se escondía la mano en el pecho, seguramente para tocar su cruz mientras rezaba con vehemencia de que no fuera el propio diablo quien había asaltado el castillo con su malicia.

No les prestó atención. Sus dedos surcaron el aire y cuerdas invisibles tiraron de los guardias como si fueran títeres lanzandolos por encima de los altos muros, directos al mercado y las pocilgas. Subió la escalinata con una fuerza atronadora que hacía temblar los cimientos de aquella obra de mampostería milenaria. A sus pies cada escalón de piedra se fundía como si fuera grasa y se deslizaba hasta volverse solido de nuevo.

Un pesado portón de acero y roble le impedía el paso. De su espalda unas portentosas alas doradas y llameantes de izaron al cielo como si fueran infinitas y se lanzaron como látigos contra la entrada desencajandola de un solo golpe. Un segundo impacto la partió por la mitad y la lanzó hacia el interior antes de que él la agarrara con fuerzas etéreas y la tirara con fuerza sobrehumana hacía el firmamento como si fuera una piedra.

—¿Quién osa? —gritó una voz autoritaria y envejecida en el interior. Conocía esa voz, en otro tiempo su señor y ahora sería su adversario o su cómplice en la venganza—¿Sir Wallace? —preguntó a camino entre la indignación y la sorpresa—¿Qué hacéis aquí?

—He venido a por lo que me pertenece—comenzó con una voz potente, misteriosa y de ultratumba que parecía provenir de todos los recovecos del gran salón del trono.

La sala, una bóveda alargada en exceso que podía contener a mil invitados y aun había espacio para los asientos del rey y la reina en lo alto de una escalinata al final de la cámara. A pesar de la distancia la acústica perfectamente calculada permitía al anciano rey hablar sin gritar y que todos le oyeran a la perfección. Los frisos de las paredes, las columnatas recubiertas de antorchas y el suelo alfombrado de terciopelo grueso y rojo. Todo estaba tal y como lo había visto meses atrás.

La furia le cegó momentáneamente y las antorchas se convirtieron en puro fuego líquido que envolvió las columnas como grandes serpientes ígneas y etéreas.

—¿Cómo te atreves a romper tu juramento y venir aquí haciendo uso de esos poderes demoníacos exigiendo a tu rey? —exclamó furioso el anciano, levantándose con esfuerzos. Un hombre enclenque, que en tiempos pasados había sido la envidia de los caballeros y ahora consumido por el tiempo. Su pesada capa de pelo grueso ocultaba en gran parte su cuerpo empequeñecido y raquítico, y su corona de oro blanco hacía el resto. Sin embargo había algo distinto que hizo explotar al Sir Wallace.

—Exijo la devolución del anillo familiar de mi esposa, en el acto. Os he servido durante décadas. Es lo único que retiene mi mano—cada palabra era como un trueno que partía el cielo con su potencia. El Rey no pudo evitar dar un traspiés hacia atrás visiblemente sorprendido de que su leal soldado estuviera mostrando un comportamiento tan salvaje. A su lado su esposa se había levantado y se alejaba lentamente para pedir ayuda. Al otro su consejero trataba de hablar con él sin mucho éxito.

—Silencio, Mallory. No pienso dejar que este mugriento y blasfemo escoces dicte ordenes a su Rey—hizo callar el anciano a su consejero, un hombre alto de rostro afilado con barba cuidada y rubia pero completamente calvo—¿Cómo te atreves, después de que te perdonara la vida cuando descubrimos esos poderes del infierno en tu interior, venir aquí así?—bajo por la escalinata tan rápido como le permitían sus pies temblorosos, mirando con odio a su antiguo aliado pero sin evitar mirar de reojo el anillo que brillaba desde hacía pocos días en su dedo.

—EL. ANILLO. DE. MI. ESPOSA—espetó acercándose en un parpadeo al rey y levantandole del suelo como si fuera un trapo. Su mano apretó el cuello raquítico del anciano—Solo tengo que apretar e ir a por tu miserable hijo yo mismo. Ahora vas a darme el anillo, a tu hijo y a sus hombres.

—¿O qué? —masculló entre toses.

—El mundo arderá— Toda la sala excepto la escalinata real comenzó a incendiarse con grandes monstruosidades etéreas enzarzadas en luchas titánicas que solo tenían como resultado la propagación de la destrucción—. Lo he perdido todo. No queda nada para mi en esta vida, así que no me tientes y dame lo que te pido. Es un intercambio más que justo.

Soltó al anciano rey que se alejó entre traspiés, el consejero bajo rápidamente y ayudo al rey a sentarse en las escaleras mientras este tosía con fuerza frotándose el cuello sin perder de vista a Wallace.

—Mi hijo será el futuro Rey de Inglaterra y no vas a arrebatarle ese derecho solo porque tu ramera haya muerto—No había terminado la frase cuando su cabeza se separó de sus hombros con un sonido líquido, cayendo en las rodillas de un Mallory conmocionado.

El anillo que portaba el rey se separó de su dedo y flotó en el aire hasta la mano de Sir Wallace que lo miro con profunda pena. Cerró la mano en un puño firme alrededor del dorado anillo.
Se dio la vuelta dispuesto a marchase para buscar al hijo del rey cuando algo le atravesó el pecho. Una explosión de sangre salió de su boca cuando la abrió para tragar un aire que no era capaz de inspirar. Vio los ojos sádicos y codiciosos del hijo del rey y a su lado todos sus hombres con las espadas en mano dispuestos a terminar el trabajo que había comenzado en la casa de Sir Wallace. La mano se abrió sin proponerselo y el anillo tintineo rodando hacía la escalinata de nuevo al rey. Wallace vio como Mallory se guardaba rápidamente el anillo mirándole, pero no le miraba a él sino al grupo que había detrás.

Haciendo un gran esfuerzo asintió en su dirección en agradecimiento mientras su mano atrapaba la del hijo del rey y se hundía la espada aun más en su interior. Volvió la cabeza y su mirada se clavó en la del joven déspota.

—El trono nunca será tuyo Eduardo. Lo quemaré hasta los cimientos y a ti con él antes de verte recompensado después del salvajismo que has cometido—escupió Wallace cubriendo de sangre el rostro del príncipe, dándole un aspecto más salvaje del que ya tenía.

—¿Sabes? —dijo clavando un segundo puñal en el costado y haciéndolo girar, le costaba a causa de la coraza pero la misma tenía junturas muy débiles por las que los filos se infiltraban hasta la carne sin problemas—Disfrute de todos y cada uno de sus gritos, lastima que no pude oírla más cuando mis hombres jugaron con ella, son demasiado incivilizados, todos querían tenerla al mismo tiempo, y esa zorra no tenía tanto que tapar por desgracia.

—Puedes matar a Wallace pero yo sigo aquí dentro—prorrumpió una voz encolerizada, la voz de Wallace amplificada y enronquecida pero el caballero no había abierto los labios. Un atisbo de miedo en Eduardo fue suficiente para que Wallace lanzara al principe contra sus hombres y se sacara la espada y el puñal de su cuerpo usándolas para despachar al primer incauto que trato de golpearle con un martillo de guerra. La hoja se hundió en su cráneo, partiendolo por la mitad y haciendo que el ojo derecho saliera despedido.

El segundo se puso tras él pero con las pocas fuerzas que le quedaban lo lanzó envuelto en llamas con los restos de sus alas ígneas que se extinguieron con ese último golpe. Todo el palacio que hasta el momento había permanecido cubierto en llamas volvió a su estado original revelando la entrada por la que Eduardo y sus hombres se habían infiltrado en la sala esquivando el fuego.

Wallace empezó a sentir como se cansaba, apenas podía respirar y cuando trataba de hacerlo escuchaba un gorjeo al fondo de la garganta y unas burbujas sanguinolentas aparecían en los pliegues de la armadura. Era su hora pero no iba a morir sin su justa venganza. Se lanzó en carga suicida contra los filos que le aguardaban. Eduardo le arrebató la espada a un caballero y desvió a tiempo la cuchilla que le habría degollado.

La otra mano de Wallace hundió el acero contra el hombre que había quedado desprotegido por el acto rastrero de su príncipe. Con esfuerzo levantó la pierna y pisoteo la rodilla del asesino doblándola en un angulo extraño y haciéndole gritar de un dulce dolor que le dio fuerzas para romperle la garganta al siguiente incauto que cargó contra él. Una rodilla le falló y quedo inclinado hacia el príncipe sin otra defensa que su brazo izquierdo.

Solo quedaban dos hombres a parte del príncipe, el resto se retorcían en su propia sangre en el suelo. Ambos alzaron sus espadas y las bajaron de golpe hacía el cuerpo agónico de Wallace que levantó instintivamente el brazo para defenderse del inminente golpe. Vio como salían volando hacía atrás, agitándose de forma descontrolable mientras sus ojos estallaban desde el interior mostrando un fuego negro que consumía sus entrañas. Cuando chocaron contra el suelo a veinte metros se extendieron sobre este como un manto de cenizas. No quedó nada de ellos.

Wallace se levantó con un esfuerzo inimaginable cuando se dio cuenta de que se había cobrado un alto precio acabar con los dos últimos soldados, su brazo ya no estaba y un goteo constante de sangre salpicaba sus pies. Una de las espadas le había arrancado el brazo.
Eduardo se rió escupiéndole a la cara mientras se alejaba corriendo.

—Con brazo o sin él. Aun cuando solo de mí quede la cabeza recibirás tu castigo—juró Wallace corriendo a trompicones hacía él. Cada paso le hacía sentir como su interior se abría en canal y se inundaba. Tosió sangre y se tambaleó al subir la escalinata. Eduardo se resguardo tras el trono. A unos metros de él Mallory observaba perplejo tocándose un bolsillo de forma insistente y con la mirada perturbada.

Wallace se acercó al sillón y entonces una pierna voló y le golpeó la cabeza. Rodó por los escalones notando los huesos romperse y la sangre encharcar sus pulmones. Calló boca arriba a los pies de la escalinata. Vio a Eduardo acercarse riendo con un cuchillo curvo en la mano y una mirada sádica.

—Tu mujer no parecía disgustarle mucho cuando la ensarte. Tal vez por primera vez sentía una verdadera lanza en sus entrañas—comentó con sorna y crueldad mientras ponía el pie en el pecho para que no se levantase—. Seguro que un vejestorio como tú ni la tocaba. Esa yegua tenía que ser montada como yo lo hice. Lastima que mis hombres no fueran tan cuidadosos, la habría traído al castillo. Habría sido un buen entretenimiento y necesito que alguien me limpie después de orinar a los campesinos sedientos. Soy un príncipe preocupado porque los más necesitados reciban sus preciados líquidos.

—Se... se...— murmuró sin poder articular bien las palabras. Eduardo se acercó más poniendo su odio junto a la boca de Wallace.

—¿Has dicho algo? —preguntó divertido sin advertir el movimiento en la mano que le quedaba a Wallace.

—¡SE LLAMABA LIZ! —gritó mordiéndole la oreja y tirando de ella hasta arrancársela. Eduardo gritó de dolor intentando erguirse pero Wallace le agarró con los dientes de la camisa y tiró de él mientras el puñal se deslizaba por la entrepierna del joven príncipe con un ágil y contundente movimiento en hoz.

Wallace dejó caer el puñal incapaz de sostenerlo un segundo más. Su cabeza se inclinó hacia atrás apoyándose en los escalones mientras disfrutaba de los gritos de dolor de Eduardo el cual se alejaba con las piernas abiertas agarrándose lo que quedaba de su masculinidad, ahora separada de su cuerpo para siempre. La sangre surgía sin parar, el rostro del príncipe ahora estaba empapado en sudor y sangre al igual que sus pantalones. Sin poder concebir lo que había pasado, Eduardo levanto las manos portando su virilidad y la miró con los ojos desorbitados, llorando y gritando.

—Buena suerte la próxima vez que tratéis de cortejar a una dama que no os quiere, mi rey. Ha muerto el rey... —Wallace no dejó de mirar a Eduardo, disfrutando cada segundo que le quedaba de vida, sabiendo que tras él había un soldado que estaba a punto de decapitarle. —...larga vida al rey.

Su cabeza rodó por el suelo hasta detenerse ante sus propios pies. Vivió lo suficiente para ver al soldado de la guardia real recoger al príncipe y llevarlo corriendo a los curanderos. Su visión empezó a emborronarse, pero también vio al consejero acercarse a él para cerrarle los ojos.

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